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Museos 2016-02-16 18:31

Distinguen al antropologo Miguel Bartolome como Investigador Nacional Emerito

Con medio siglo de trayectoria

Distinguen al antropólogo Miguel Bartolomé como

Investigador Nacional Emérito

· El especialista del INAH recibió este reconocimiento que hace el Gobierno Federal a través

del Sistema Nacional de Investigadores del Conacyt

· Su labor antropológica ha abarcado a grupos indígenas de Argentina, Paraguay y México

Un antropólogo es un habitante fronterizo, un ser humano en un mundo dual, un forastero para las

culturas que lo acogen “y también empieza a serlo entre su propia cultura, sobre todo cuando pasas

años con las comunidades”, reflexiona desde su experiencia Miguel Bartolomé, quien en diferentes

tiempos, espacios y culturas, ha sido llamado huinka, caraí, cohñone, tsa ju, dzul, ne’pi…

extranjero, en español.

Miguel Alberto Bartolomé Bistoletti, investigador del Instituto Nacional de Antropología e

Historia (INAH), fue distinguido —junto a otros 16 connotados profesionales— como Investigador

Nacional Emérito, reconocimiento público que hace el Gobierno Federal a través del Sistema

Nacional de Investigadores del Conacyt.

Al escucharlo hacer una síntesis de sus múltiples vivencias con grupos indígenas de

Argentina, Paraguay y México, se infiere que Miguel Bartolomé, un hombre corpulento, de barba

espesa y cuidada, pertenece en realidad a distintas geografías, en su mayoría de confines selváticos

como su natal provincia de Misiones, “un lugar de alguna manera macondiano, atravesado por

diferentes culturas y múltiples relatos”.

Pero esas aproximaciones con lo que denominan la otredad, comenzó a entablarlas en los

paisajes de la Patagonia, cuando en su juventud y en soledad buscaba agrestes cimas para ascender.

La Patagonia era en esos tiempos, comenta el antropólogo descendiente de lombardos y españoles,

un lugar lleno de ecos de la presencia indígena y con una cultura formada por pioneros.

Ahí, entre los mapuches, en un primer acercamiento con el que Bartolomé sólo pretendía

averiguar la antigüedad de unos petroglifos, cambió su vocación (inicialmente se matriculó en Arqueología en la Universidad de Buenos Aires) y se decantó por la antropología. Los visitó

durante una semana, luego por seis meses y terminó pasando un año con ellos.

“Uno de los aspectos más significativos que me atrajeron fue la manera en que ellos (los

mapuches) se relacionaban con un mundo que estaba vivo, es decir, el río, la montaña, las nevadas.

Todo tenía intencionalidad. Y la intencionalidad humana también influía en ese mundo en el que

había una especie de interacción social constante entre los seres humanos y la naturaleza”.

Miguel Bartolomé entraba en esa dinámica, en conversaciones alrededor de la fogata, en la

caza de una presa, en la eliminación de una amenaza en forma de una boa venenosa. Lo hizo entre

ayoreos y guaraníes de Paraguay, y fue Avá-Ñembiará, un chamán guaraní, quien le introdujo en

los secretos de la selva como lo ha relatado en su libro Librar el camino.

¿Qué sentimiento le embargaba al regresar de esas largas estancias? “Para sintetizarlo

—contesta—, una especie de absoluta incomprensión. Argentina ha tenido el complejo de ser un

país europeo, aunque ahora cada vez menos, pero en esos años (fines de los 60) mucho más”.

“En ese sentido, un antropólogo empieza a ser un habitante fronterizo entre dos mundos. No

es miembro del grupo indígena, por más intentos de aproximación que realice; y para el mundo al

que regresa es alguien que tiene una carga de experiencia, de emociones y de conocimiento que le

resulta muy difícil de expresar, de transmitir y sobre todo de ser escuchado, porque son vivencias

que están muy fuera de las de los otros”.

En el clima hostil marcado por la dictadura militar argentina, Miguel Bartolomé y su esposa,

la antropóloga Alicia Barabas Reyna, decidieron trasladarse a México; les animó una invitación

hecha por Arturo Warman (a través de la mediación del también antropólogo Scott Robinson

Studebaker) para trabajar en la Universidad Iberoamericana, y después se desempeñaron en la

Escuela Nacional de Antropología e Historia del INAH.

En México encontró otra realidad o —en sus palabras— una serie de contradicciones

notables sobre lo indígena: “La glorificación del indio del pasado y la mínima valoración del

indígena del presente”. Un mestizaje biológico que no se traduce necesariamente en uno cultural, de

manera que el racismo se aplica al considerado indio, “un individuo siempre definido por sus

ausencias, que no posee, que no tiene; y nunca referido por sus presencias culturales, las cuales se

desconocen, con excepción de las artesanías, de los bailes… etcétera”.

Como cualquier antropólogo que se precie de serlo, a Miguel Bartolomé le sienta la

diversidad, por eso hizo de Oaxaca su terruño adoptivo desde hace algunas décadas. Un territorio

con un panorama humano tan complejo como su propia biodiversidad: en él coexisten 14 grupos

etnolingüísticos, además de la comunidad negra de la Costa y el desplazamiento de tzotziles

provenientes de Chiapas a la zona de Los Chimalapas.

“Oaxaca es realmente una tierra plural, la tierra de la diversidad. Uno cambia de valle y

también lo hace de cultura y de clima; la entidad ofrece múltiples posibilidades, hasta existenciales.

Esto implica no sólo economías diferentes, sino sistemas simbólicos distintos que relatan ese tipo

particular de experiencias del mundo que tiene cada uno de esos grupos”, expresa el investigador

del Centro INAH Oaxaca.

De lo anterior se desprende el título del libro más reciente entregado a prensa y que escribió

con su esposa Alicia Barabas: Viviendo la interculturalidad. Ambos trabajan en torno a una línea de

investigación que intenta dar respuesta a aspectos concretos de la situación intercultural de Oaxaca,

exponer cómo son los sistemas políticos nativos o cuáles son las relaciones generales.

Miguel Bartolomé también ha participado en el Proyecto Etnografía de las Regiones

Indígenas en el Nuevo Milenio, iniciativa única en América Latina que el INAH inició en 1999, en

la que trabajó durante una década como coordinador de las líneas de trabajo: Relaciones interétnicas

e identidades indígenas, y Chamanismo y nahualismo, ésta última junto con su esposa.

“Antes de eso, la investigación etnológica y etnográfica había caído en descrédito, estaba

muy ideologizada por los problemas políticos, había grupos que decían que los indígenas no

existían, que eran clases sociales o miembros del campesinado solamente. Este proyecto intentó

darle a México su verdadera imagen étnica, mediante el trabajo de campo intensivo y con la

colaboración de 120 a 150 investigadores de todo el país. Los productos editoriales que han

emanado de esta iniciativa no son una antología más”.

Para Miguel Bartolomé, la etnografía es una forma privilegiada de hacer posible el diálogo

intercultural entre actores distantes, posiblemente ahí, como expresa Lévi- Strauss en Tristes

trópicos, “la fraternidad humana adquiere un sentido concreto cuando en la tribu más pobre nos

presenta nuestra imagen confirmada, y una experiencia cuyas lecciones podemos asimilar, junto a

tantas otras”.

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