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Libros 2016-02-15 18:43

Las Cartas a Clara, de Juan Rulfo, testimonio de la entrega de un hombre a la vida

Coedición la Secretaría de Cultura y Editorial RM

Las Cartas a Clara, de Juan Rulfo, testimonio de la entrega de un

hombre a la vida

ï‚· El título, editado por el Programa Nacional de Salas de

Lectura de la Secretaría de Cultura, contiene 84 cartas

escritas por el autor de Pedro Páramo a su

compañera Clara Angelina Aparicio



¿Y qué es la literatura, sino una extensa carta dirigida a la

humanidad, que llega como el eco de una voz ceñida por la tinta?



“¿Nunca te he contado el cuento de que me caes re bien? Pues

si ése ya lo sabes te voy a contar otro: Ahí tienes que había una vez

un muchacho más loco, que toda la vida se la había pasado sueñe y

sueñe…” En unas pocas líneas intuimos que vale para escribir una

carta de amor lo mismo que para cualquier ficción: imaginación,

emoción, creatividad y un sentido de juego.



Conforme vamos de carta en carta, de las 84 que componen el

libro, Cartas a Clara, disponible en las ediciones del Programa

Nacional de Salas de Lectura de la Secretaría de Cultura, es imposible

no volver a crear también a quien las escribió, Juan Rulfo.



La invención literaria parte de la intimidad en la que intervienen

apartarse del mundo y la soledad. Como anota Alberto Vital en el

prólogo, “reconocer que la materia cruda de la vida es el impulso

inicial para transformaciones verbales y anímicas que alguna vez

emergerán convertidas en acontecimientos literarios”. Rulfo, al decir al

final de la primera carta “He sembrado un hueso de durazno en tu

nombre” da el primer paso hacia una narrativa de sí mismo que cuelga

del provocativo árbol del amor.

Le acompañamos en restaurantes, en los distintos espacios

donde habitó; en las rutas que le marcaba su trabajo, mientras

escribe. Captamos en ellas un movimiento espiritual que se desplaza

de la desolación a la esperanza. “Son las diez de la noche y se me

magulla el alma de pensar que tú algún día llegues a olvidarte de este

loco muchacho. No, ahora no estoy triste. Tristeza la de antes de

conocerte, cuando el mundo estaba cerrado y oscuro… me hace falta

tantita de tu bondad, porque la mía está endurecida y echada a perder

de tanto andar solo y desamparado.”

Es de la distancia que se alimenta quien escribe una carta, “es

que tú estás lejos, y yo amarrado a una carreta que camina y camina

sin detenerse, y sin soltarlo a uno para ir a verte. Esa es la cosa”. En

esa condición solamente cabe el anhelo:

“Mayecita: quisiera estar abrazado un rato a tu cuerpecito y

sentirme bueno. Y esconder la cara entre tus cabellos y llorar un poco

allí para ver si así se me acaba la angustia”. Y por eso son nostálgicas

y dulces las palabras que descargan un poco de ese dolor.

La separación se convierte en la voluntad de recrear sonrisas, de

dibujar una y otra vez los rasgos evidentes, pero con más fuerza llega

lo irrepresentable: la hondura del ser que se le manifestaba al escritor.

Clara es el cauce que lo cruza, el aire de las colinas, es, como

Comala, “un mundo de almas”… “Clara es la virtud que ha hecho de

mí un hombre más amigo de las cosas humanas, más amigo de la

vida”. Y ya que no ha hallado en el mundo amistad, es el más

profundo anhelo del escritor: “la querida camarada”. Pactada esa

amistad lo escuchamos regañarla porque le escribe poco y con letra

grande, decirle que es la cosa más fea de este mundo o que a veces,

para variar, piensa en ella.

En estas cartas casi todo es futuro que se filtra a través de las

expectativas imaginadas por el deseo, los planes para que el

sentimiento no se pierda, el reto de hacerse conocer casi

exclusivamente por lo que va contándole de sí mismo.

El tiempo se vuelve la más poderosa apuesta en la que se

arriesga hasta la promesa, “Yo te liberaré del miedo, de ese temor

tuyo por lo que pueda venir… Pasarán las peores cosas, los peores

días, pero tú siempre y en cada instante permanecerás conmigo”.

Dejan estas misivas tras de sí un registro de lo cotidiano, como

ningún documento podría abarcarlo y que va desde lo que

desayunaba el escritor, a sus excursiones para escalar los volcanes o

el Nevado de Toluca; de su experiencia e impresiones de la Ciudad

de México, a comentar de pasada los cuentos que va publicando. De ir

a sacarse retratos para enviárselos a Clara -porque sin imagen, el

amor se asfixia-, a los extenuantes viajes de trabajo; de las

cucarachas en el cuarto que rentaba, a los problemas de la empresa

en la que trabajó, sin olvidarse de los obreros: “Ellos no pueden ver el

cielo. Viven sumidos en la sombra, hecha más oscura por el humo.

Viven ennegrecidos durante ocho horas, por el día o por la noche,

como si no existiera el Sol ni las nubes en el cielo para que ellos las

vean, ni aire limpio para que ellos lo sientan. Aquí en este mundo

extraño el hombre es una máquina y la máquina está considerada

como hombre. Sólo el pensamiento de que tú existes me quita esa

tristeza y esa fea amargura.

Y los lectores creerán que hemos estado hablando de cartas de

amor, pero dejemos que sea el propio escritor quien aclare esto: “pero

esto no es una carta de amor, es una carta de negocios. Estoy

tratando de resolver nuestro negocio, el tuyo y el mío para que los dos

tengamos algo que ganar, yo más que tú, porque yo te gano a ti y tú

en cambio, sólo lograrás obtener a este muchacho desorientado y

enfermo, no tan desorientado que digamos, pero sí muy enfermo de

amor por ti.

Te ODIO, mujercita de mi alma. Juan.

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