Coedición la Secretaría de Cultura y Editorial RM
Las Cartas a Clara, de Juan Rulfo, testimonio de la entrega de un
hombre a la vida
ï‚· El título, editado por el Programa Nacional de Salas de
Lectura de la Secretaría de Cultura, contiene 84 cartas
escritas por el autor de Pedro Páramo a su
compañera Clara Angelina Aparicio
¿Y qué es la literatura, sino una extensa carta dirigida a la
humanidad, que llega como el eco de una voz ceñida por la tinta?
“¿Nunca te he contado el cuento de que me caes re bien? Pues
si ése ya lo sabes te voy a contar otro: Ahí tienes que había una vez
un muchacho más loco, que toda la vida se la había pasado sueñe y
sueñe…” En unas pocas líneas intuimos que vale para escribir una
carta de amor lo mismo que para cualquier ficción: imaginación,
emoción, creatividad y un sentido de juego.
Conforme vamos de carta en carta, de las 84 que componen el
libro, Cartas a Clara, disponible en las ediciones del Programa
Nacional de Salas de Lectura de la Secretaría de Cultura, es imposible
no volver a crear también a quien las escribió, Juan Rulfo.
La invención literaria parte de la intimidad en la que intervienen
apartarse del mundo y la soledad. Como anota Alberto Vital en el
prólogo, “reconocer que la materia cruda de la vida es el impulso
inicial para transformaciones verbales y anímicas que alguna vez
emergerán convertidas en acontecimientos literarios”. Rulfo, al decir al
final de la primera carta “He sembrado un hueso de durazno en tu
nombre” da el primer paso hacia una narrativa de sí mismo que cuelga
del provocativo árbol del amor.
Le acompañamos en restaurantes, en los distintos espacios
donde habitó; en las rutas que le marcaba su trabajo, mientras
escribe. Captamos en ellas un movimiento espiritual que se desplaza
de la desolación a la esperanza. “Son las diez de la noche y se me
magulla el alma de pensar que tú algún día llegues a olvidarte de este
loco muchacho. No, ahora no estoy triste. Tristeza la de antes de
conocerte, cuando el mundo estaba cerrado y oscuro… me hace falta
tantita de tu bondad, porque la mía está endurecida y echada a perder
de tanto andar solo y desamparado.”
Es de la distancia que se alimenta quien escribe una carta, “es
que tú estás lejos, y yo amarrado a una carreta que camina y camina
sin detenerse, y sin soltarlo a uno para ir a verte. Esa es la cosa”. En
esa condición solamente cabe el anhelo:
“Mayecita: quisiera estar abrazado un rato a tu cuerpecito y
sentirme bueno. Y esconder la cara entre tus cabellos y llorar un poco
allí para ver si así se me acaba la angustia”. Y por eso son nostálgicas
y dulces las palabras que descargan un poco de ese dolor.
La separación se convierte en la voluntad de recrear sonrisas, de
dibujar una y otra vez los rasgos evidentes, pero con más fuerza llega
lo irrepresentable: la hondura del ser que se le manifestaba al escritor.
Clara es el cauce que lo cruza, el aire de las colinas, es, como
Comala, “un mundo de almas”… “Clara es la virtud que ha hecho de
mí un hombre más amigo de las cosas humanas, más amigo de la
vida”. Y ya que no ha hallado en el mundo amistad, es el más
profundo anhelo del escritor: “la querida camarada”. Pactada esa
amistad lo escuchamos regañarla porque le escribe poco y con letra
grande, decirle que es la cosa más fea de este mundo o que a veces,
para variar, piensa en ella.
En estas cartas casi todo es futuro que se filtra a través de las
expectativas imaginadas por el deseo, los planes para que el
sentimiento no se pierda, el reto de hacerse conocer casi
exclusivamente por lo que va contándole de sí mismo.
El tiempo se vuelve la más poderosa apuesta en la que se
arriesga hasta la promesa, “Yo te liberaré del miedo, de ese temor
tuyo por lo que pueda venir… Pasarán las peores cosas, los peores
días, pero tú siempre y en cada instante permanecerás conmigo”.
Dejan estas misivas tras de sí un registro de lo cotidiano, como
ningún documento podría abarcarlo y que va desde lo que
desayunaba el escritor, a sus excursiones para escalar los volcanes o
el Nevado de Toluca; de su experiencia e impresiones de la Ciudad
de México, a comentar de pasada los cuentos que va publicando. De ir
a sacarse retratos para enviárselos a Clara -porque sin imagen, el
amor se asfixia-, a los extenuantes viajes de trabajo; de las
cucarachas en el cuarto que rentaba, a los problemas de la empresa
en la que trabajó, sin olvidarse de los obreros: “Ellos no pueden ver el
cielo. Viven sumidos en la sombra, hecha más oscura por el humo.
Viven ennegrecidos durante ocho horas, por el día o por la noche,
como si no existiera el Sol ni las nubes en el cielo para que ellos las
vean, ni aire limpio para que ellos lo sientan. Aquí en este mundo
extraño el hombre es una máquina y la máquina está considerada
como hombre. Sólo el pensamiento de que tú existes me quita esa
tristeza y esa fea amargura.
Y los lectores creerán que hemos estado hablando de cartas de
amor, pero dejemos que sea el propio escritor quien aclare esto: “pero
esto no es una carta de amor, es una carta de negocios. Estoy
tratando de resolver nuestro negocio, el tuyo y el mío para que los dos
tengamos algo que ganar, yo más que tú, porque yo te gano a ti y tú
en cambio, sólo lograrás obtener a este muchacho desorientado y
enfermo, no tan desorientado que digamos, pero sí muy enfermo de
amor por ti.
Te ODIO, mujercita de mi alma. Juan.